Me gusta el
verano no solo por el buen tiempo y la desocupación que se generaliza cuando se
piensa en los de mi gremio, no siempre es así, pero que cada cual opine lo que
quiera con la información de que disponga, sino que me gusta, el verano, porque
algunos veranos leo y leo mucho para mí, para la mujer de cuarenta y tanto que
soy ahora.
Sin
embargo, las lecturas de invierno, con o sin nieve de fondo, son lecturas de
otra edad o relecturas (aunque hace cosa de tres veranos releí Drácula y creo que me impactó más que la
primera vez). Son lecturas de preadolescentes y quinceañeros en la mayoría de
los casos que se encuentran a sí mismos, a veces sin ni tan siquiera buscarse.
Esto
es lo que me ha pasado este fin de semana. He leído tres obras publicadas por
la editorial Anaya para ver si alguna encajaba en el programa. Lo he dicho
muchas veces, si Mahoma no va a la montaña... igual puede que la montaña vaya a
Mohama... Los encuentros literarios las veo como píldoras estimulantes en manos
de los discentes. Salir de las cuatro paredes del aula ordinaria e ir a
escuchar a alguien que no les va a poner nota es siempre un bien necesario, así
que hay que intentarlo siempre que esté en nuestras manos.
Esta
vez el trabajo ha sido agradable, pues las tres obras –aunque no sean para mi
edad- merecen la pena. Son tres obras magistralmente construidas.
Alma
y la isla escrita por la asturiana Mónica Rodríguez y ganadora del XIII
Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil es una novela ilustrada por Ester
García. El conjunto, con una buena presentación, tapa dura y tamaño manejable,
parece a priori una obra para escolares en sus últimos años de primaria, por su
tipografía, sus capítulos cortos. Creo que puede serlo perfectamente; sin
embargo, creo que también podemos usarlo en nuestros primeros cursos de
secundaria por la profundidad del tema y el lirismo con el que ha sido tratado.
Narrado
poéticamente Alma y la isla no es solo el crecimiento personal de un niño
–la niña ya viene crecida-, es uno de los grandes temas de este momento, de
este mundo globalizado, la llegada o no, al Mediterráneo de tantos que deben
huir de su país natal.
Temáticamente
me recordó al álbum ilustrado La Isla, un clásico imprescindible
que todos deberíamos tener en nuestras bibliotecas. Aquí, en el álbum, son los
adultos quienes rechazan al extranjero; en Alma y
la isla el niño simboliza/representa los miedos de los adultos.
Verlos en la mirada de un niño nos hace a los adultos replantearnos, al menos
debería hacerlo, muchas cuestiones. Es uno de esos libros de Literatura
Infantil y Juvenil que entiende bien el concepto , es un libro que puede leer
cualquiera: jóvenes y adultos.
Dulce
como las olas que tragan vidas, hay que leerlo.
En un
bosque de hoja caduca, en este orden los leí, es la segunda de las
lecturas de las que estoy hablando. Una preciosidad. Se trata de otro Premio
Anaya, en este caso el III Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil y
también, y supongo que por ello, la edición es muy cuidada. Ilustrado por
Esperanza León este relato de Gonzalo Moure es un canto a la vida (con su
muerte) y a la naturaleza (mucho más sencillo que Delibes, Miguel Delibes, en
este campo).
También
tenemos de protagonista a una niña que crece en este verano, pero a la niña la vemos
desde la mujer adulta que es hoy y desde esa niña que escribía en su cuaderno
de campo, esto es, hay mucho flash-back.
Poéticamente
Gonzalo Moure, con palabras que nos llenan el alma, nos transmite ese profundo
respeto a la naturaleza y a los bosques que todos deberíamos practicar. Apetece
sin duda que llegue el verano y salir a escuchar a los ruiseñores. Pero también
es un canto a la escritura:
“Me gusta escribir
porque es hacer magia con
las palabras”.
Tanto
en el libro de Mónica Rodríguez como en el de Gonzalo Moure hay magia, magia no
solo en la trama, magia también en las palabras. Al igual que el de Rodríguez
el de Moure es un libro al que pueden llegar los últimos de primaria tanto como
los primeros de secundaria. Quizá el de Moure, al estar narrado desde la mujer
adulta que la niña es hoy nos toque un poco más la fibra emocional a los
adultos. Ambos son libros que podemos compartir con ellos.
Por
último, El medallón perdido de Ana Alcolea (Premio Cervantes Chico)
comparte con los anteriores la temática del crecimiento del joven (estudiante
de 3º de la ESO) pero no la encuadernación (pertenece a una de las colecciones
de Anaya Juvenil, Espacio Abierto) como tampoco las ilustraciones, de las que
carece. No es una novela ilustrada, lo cual es una pena, porque todo el nudo de
la historia acontece en África y daría para muy buenas imágenes.
Estamos
ante una novela juvenil que trata al adolescente con respeto, no le habla en su
jerga y con miles de palabras malsonantes para ganárselo, sino que lo hace con
un lenguaje cuidado. Le cuenta una historia bien organizada que fluye con la
suficiente tensión emocional y armadura para querer continuar leyéndola.
A
pesar de que los capítulos no responden a la misma medida tienden a ser cortos,
sin embargo el ritmo de la novela no es rápido, todo lo contrario, lento, no
hay mucha acción pero sí mucha imagen de África y sus costumbres que contrastan
bastante con nuestro mundo occidental. No se trata de la África que huye –como
en Alma
y la isla- sino de la que se mantiene y perpetúa sus costumbres
viviendo en selvas con plantas exóticas y animales venenosos. La África que
todos queremos conocer, a la que todos queremos viajar.
Si
se busca acción y rapidez, no se encontrará en El medallón perdido, sí se encontrarán valores y aprendizajes para
la vida.
A
los tres les une una cuestión: el dolor enseña y ayuda en la vida. En los tres
se aborda la muerte, en el primero de aquellos que fenecen alejándose del
sinvivir de su tierra sin alcanzar otra; en el segundo, el de la abuela y los
polluelos, la ley de vida; y, en el tercero, la del padre. Yo le atribuyo a los
libros muchos beneficios, pero cuando la vida te golpea con la muerte de un ser
querido creo que sólo el tiempo te enseña a vivir con ese dolor, al menos a mí
no hay libro, cuando la muerte me ha golpeado –y algún libro he leído- que me
haya hecho sufrir la catarsis necesaria
y me permitiese volver a reiniciar mi viaje. Así soy yo. Por cierto, los tres
van en consonancia con dos bellos álbumes ilustrados que ha publicado Bárbara
Fiore Editora, La vida y La muerte (la una no existe sin la
otra).
Y
hablando de lecturas y de muerte, me ha venido una que he hecho esta semana,
también por trabajo –suerte que los profesores salimos a las dos, dicen, y ya
está- La edad de la ira de Nando López. Su autor nos visitará esta
semana y a pesar de que no tendré la oportunidad de escucharlo, pues hablará
para 4º de la ESO y 1º de Bachillerato, sí quise leer algo suyo.
La
edad de la ira es una novela que remueve por dentro. En su contra diré
que el profesorado, a excepción de dos o tres, salimos muy mal parado y, a mí,
personalmente, me parece un poco llevado a extremo y hasta alguno desfasado
–ese director de la época franquista lo veo anacrónico-. Además también opino
que las escenas de sexo me parecen innecesarias, quizá quede yo como una
remilgada, pero no me parece que aporten nada y como dice Moure a través de la
abuela de la protagonista de En un bosque de hoja caduca: “lo que no hace
falta, sobra”, pues eso, que no hacen falta y, por tanto, sobran.
A
su favor, su agilidad, lo bien construida y, sobre todo, las múltiples
perspectivas que puede tener un hecho y lo fácil que es condenar a alguien sin
más razón que porque parece evidente.
La
homosexualidad y sus adyacentes no es el único tema; como tampoco lo es solo la
vida de un instituto, hay más que merece la pena descubrir.
Así
es la vida: aprendizaje, dolor y un algo más, un no sé qué que nos da la
alegría de vivir en verano y en invierno.
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