Mi abuela, la casa de mis
abuelos, tenía un desván. Yo siempre soñaba con entrar en aquel espacio, pero
era muy peligroso, había ratones. Eso argumentaba siempre mi abuela para no
dejarme subir al desván. A decir verdad, ningún adulto en aquella casa me dejaba
subir al desván. Además de los ratones, estaban los escalones. Eran muy delicados,
y complicados también. Creo que en solo una ocasión logré subir los complicados
escalones y meter la cabeza por el agujero (no por la dificultad que la proeza
desentrañaba, si no, porque siempre había alguien vigilando). Jamás se me ocurrió
meter un pie, siempre tuve miedo a los ratones. Y los miedos, ya se sabe,
paralizan.
Cuando mi abuela
murió, su heredera tampoco me dejó subir al desván, imagino que los ratones
ahora eran enormes ratas, porque los escalones ya no eran ni difíciles ni
complicados para mí. Lo cierto es que siempre me quedé con esa gana de tener un
desván, una buhardilla, un espacio mágico y misterioso. En los pisos es muy
difícil encontrar un rincón así.
La casa de mi abuela era tan especial que hasta tenía un
cuarto oscuro. Nunca he tenido necesidad de tener un cuarto oscuro, porque yo
dormía y rezaba las cuatro esquinitas tiene mi cama en el cuarto oscuro con mi abuela. ¡Qué tiempos! Dormir y rezar. Quizá no tan distintos a los de ahora
que estamos dormidos ante tantas atrocidades sin hacer otra cosa que no sea
esperar a que nos caiga del cielo una solución.
A pesar de que seguimos durmiendo a
la par que esperamos que las soluciones nos lleguen por ciencia infusa, hay
cosas que sí han cambiado. Ahora mi padre nos ha construido una casa con desván.
Cuando se puso manos a la obra, yo soñé que ese sería un lugar encantado para mí.
Mi habitación propia. Mi estudio. Mi espacio. Todos tenían bastante claro en la
familia, que allí, a unos metros encima del salón, tendría mi biblioteca. A fin
de cuentas, algunos habían querido llamarme algunas veces “ratón de
biblioteca”, así que tenía su lógica que mi biblioteca estuviese en un desván
donde el único ratón fuese yo. Por fin, mi abuela y yo unidas a través del
tiempo.
Mi padre avanzaba y el espacio era
cada día más bonito. Creo que todos en la familia soñaron por un momento en que
yo renunciase a mi biblioteca, creo que ninguno perdió la ilusión en que yo
renunciaría, al menos, lo sometería a votación. En el fondo, yo también me
sentía un poco egoísta al querer apropiarme del que a mi juicio iba a ser el mejor lugar de la
casa. Solo una persona se atrevió una vez a sugerirme que compartirse ese
espacio. Una persona pequeña para quien los escalones, los complicados
escalones, no iban a ser nunca ningún inconveniente.
No tengo una biblioteca en un desván
porque aunque algunos se atrevieron a llamármelo alguna vez, yo nunca jamás he
sido un ratón de biblioteca. Me encantan las bibliotecas, algunas hasta me
fascinan, pero tanta gente junta y tanto silencio es algo que siempre me ha costado asimilar. No tengo una
biblioteca en un desván para mí solita porque tengo un hijo, porque soy madre,
y porque las madres somos capaces de renunciar a nuestros mejores sueños en favor
de nuestros hijos. Además, con el tiempo, esos escalones habrían sido difíciles
y complicados para mí. Mi abuela tenía razón. En los desvanes deben vivir seres
pequeños que no tengan problema en subir y bajar.
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