sábado, 12 de mayo de 2018

AL FINAL, LOS PADRES TIENEN RAZÓN


 
              La verdad es que cuando somos jóvenes, preadolescentes y adolescentes, nada de lo que les gusta a nuestros padres puede gustarnos a nosotros. Las amigas con hijos adolescentes me cuentan, ya llegarás a este momento, ya... pasas de ser una DIOSA  a ser menos que nada, a que te desprecien, a que te ignoren... El corazón se me encoge al pensar en ello y quiero creer que son unas exageradas, a pesar de que sé que no lo son, porque también he sido joven y también he protestado por muchas de las decisiones que tomaron mis padres en su momento, todas buenas para mí, sin duda.

                Ahora que soy una cuarentona, que la adolescencia  me ha quedado muy lejos, me acuerdo de una discusión que yo siempre mantenía con mi madre. Yo no soportaba mi nombre, “Adelia”, qué nombre, no me daba más que problemas, nadie lo entendía, me llamaban “Adela”, “Delia”, “Adelina”, “Adelaida”, “Dalia”, “Amelia”... y lo que es peor, me lo ponían en los títulos, en las listas. Si esto fuera poco, había quien para rematar añadía MARÍA, María Adelia. Yo quería que me llevaran los demonios, como decía una amiga de mi madre “que me lleven los demonios”.

                Esta discusión era muy recurrente con mi madre. Cada vez que alguien utilizaba otro nombre para referirse a mí, lo cual, ya digo, era muy a menudo. Os podéis imaginar. Cada cosa que iniciaba, cada persona que conocía, cada trámite que hacía... ¡una cruz!

                Yo entendía la postura de mi padre. Mi padre habia elegido el nombre de su abuela. Yo eso lo respetaba. Una abuela es una abuela, y las mías eran estupendas, así que comprendía que mi padre hubiese querido ponerme el nombre de su abuela. PERO que mi madre lo hubiese consentido, eso me parecía el colmo de los colmos. La subordinación de la mujer a los gustos de los hombres, poco espíritu luchador. Ahora me río solo de pensarlo, qué joven era.

                Mi madre, con este argumento, no podía, por ahí no pasaba. Ella siempre me argumentaba que a ella le gustaba mi nombre, que era distinto, único, que no se oía,  era casi casi, me decía, exclusivo, y que ya había suficientes “Josefinas Marías” por el mundo, que por ahí sí que no iba a pasar. ¿Dónde podía yo comparar llamarme Adelia con llamarme Josefina María?. Yo, sin embargo, erre que erre. La adolescencia ya se sabe; y mi cruz, que es una cruz, lo crea quien lo crea y pasen los años que me pasen.

                Es cierto que la historia que me contó mi profesor de Griego sobre el origen de mi nombre, me pareció muy interesante, y de lo malo, me situaba en Grecia, con los mitos, la isla donde nació Apolo. Aún así, cada vez que llegaba un nuevo encuentro, me defecaba en Grecia, en los Mitos y en ...

                Ana Cano, conocida y reconocida filóloga, me dijo una vez cuando yo le comenté mi animadversión a mi nombre, que a ella le parecía un nombre bien bonito por su sonoridad, presencia de tres vocales y consonantes sonoras y líquidas, el sonido fluía limpio. Por un momento, sentí que tenía razón, mi nombre sonaba muy limpio. Me duró lo que me duró.

                Resulta que hace poco unas amigas se acordaron de mí durante el Viaje de Estudios. Vieron una pastelería en Obidos, Portugal, que llevaba mi nombre. No Adela ni Delia ni nada de eso. “Adélia”, eso sí, con tilde.

                Entonces empecé a pensar: mi bisabuela, a quien debo el nombre era oriunda de Ciudad Rodrigo, Salamanca, y esta ciudad es fronteriza con Portugal. Los límites de las lenguas no tienen nada que ver con los límites lingüísticos, esa cercanía de tierras, ese espacio común compartido...  ¿no va a ser el mío un nombre portugués?

                Y como todos los caminos llevan a Roma, o en mi caso al álbum ilustrado, voy y me encuentro éste

ALPHEN, Jean-Claude: Adélia, Pulo do Gato, Sao Paulo, 2016


                Un álbum ilustrado publicado en Brasil, en portugués, por supuesto, y que se titula así Adélia. ¿Sabéis quién es esa “Adélia” de la que habla el libro? La cerdita rosa que acompaña a la niña. Ella es la protagonista de este állbum. Un álbum que habla sobre la devoción, admiración y pasión que siente una cerdita que ama y adora la lectura. Vamos, que el nombre me viene como anillo al dedo. Yo soy esa cerdita.

                Es un álbum precioso, de verdad, no porque lleve mi nombre con tilde –que es lo único que me hubiese faltado en la adolescencia, que mi nombre llevase tilde, porque seguro que sería otra pelea que tendría que lidiar, nadie se la pondría-; sino porque no es muy habitual por este lado del océano encontrarnos álbumes ilustrados que primero combinen texto e imágenes, luego solo imágenes, para volver al final del libro a la combinación de texto e imágenes. Es curioso, sorprendente  e interesante.

                El juego con el color, o con la ausencia del mismo, ver que solo Adélia tiene color en ese mundo sin libros y que solo la luz que la cerdita para leer tiene color es una metáfora tan extraordinaria como emocionante. La lectura es la luz, no mi nombre sin “A” como me explicaba aquel profesor de griego, o quizás es que hay varias luces. Seguro que esto también.

                A las madres con hijos adolescentes, paciencia, ya se sabe, “no hay mal que cien años dure”; y al final, todos aprendemos a valorar lo que las madres, y los padres, por supuesto, nos han dado.


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