Es difícil saber cómo y cuándo se aficiona una persona a
leer, a los libros, algunas de hecho no adquieren jamás ese hábito y viven
privadas de espectaculares experiencias que nunca vivirán. En fin, una lástima.
Yo sí creo que sé cómo me aficioné a la lectura. Con estos
libros troquelados. Seguro que a ello contribuyó también la cultura popular,
los refranes, las adivinanzas, los juegos de palabras que usaban conmigo mi
abuelo y mi padre, especialmente. Pero al libro como objeto llegué por mi
madre.
Cuando era pequeña, muy pequeña, vivíamos en un barrio de
Avilés, un barrio que por aquel entonces no tenía Centro de Salud y para ir al
médico teníamos que ir al ambulatorio en la Calle Llano Ponte.
Ir al médico era para mí un placer (y también para mi
hermano). Cogíamos el autobús, caminábamos hasta el mencionado ambulatorio y
allí, en la acera de enfrente a éste, había un quiosco. Cada día de médico
íbamos a ese local y un viejo señor sacaba una caja de debajo del mostrador llena
de cuentos troquelados. Mirábamos, éste lo tengo, éste no me gusta, éste, éste,
éste, éste... todos eran apetecibles. Había que elegir uno, en el mejor de los
casos, ¡dos! Con él, a la sala de espera, donde la imagen de una enfermera,
vestida de blanco y con cofia, con su dedo índice delante de sus labios, nos
indicaba silencio. No había juguetes en la sala, no había niños corriendo, no
había móviles, ni consolas... lo único que había era ese ansiado libro
troquelado en el que caerse mientras mi madre ojeaba su revista recién
comprada.
Ahora, cuando veo estos cuentos, no puedo resistirme a
comprarme uno, o dos si estoy de suerte. Me devuelve a la infancia y a la vida.
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