Ya lo habíamos leído en clase, pero para hacer memoria, aquí tenéis la parte en la que se habla de Ángela Vicario y se remite a esas cartas.
Foto tomada de www.centrogabo.es |
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De Ángela Vicario, en cambio,
tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada. Mi
hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira tratando de convertir
a los últimos idólatras, y solía detenerse a conversar con ella en la aldea
abrasada por la sal del Caribe donde su madre había tratado de enterrarla en
vida.
«Saludos de tu prima», me decía
siempre. Mi hermana Margot, que también la visitaba en los primeros años, me
contó que habían comprado una casa de material con un patio muy grande de
vientos cruzados, cuyo único problema eran las noches de mareas altas, porque
los retretes se desbordaban y los pescados amanecían dando saltos en los
dormitorios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta
y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado
el olvido.
Mucho después, en una época
incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y
libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad
hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar,
bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con
antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una
jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco
idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía,
porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la
mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.
Me trató igual que siempre, como
un primo remoto, y contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con sentido
del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer que fuera la
misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en que había terminado por
entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tan
envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no
tenía nada en común con la que habían obligado a casarse sin amor a los 20
años. Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma
difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica
con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas
rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo posible para que Ángela
Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le malogró los propósitos,
porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. Al contrario: a todo el que
quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca se había de
aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio,
porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a
dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos.
Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la boba»,
me decía, cuando tenía que mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era
un gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a
cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se
le conoció dentro del pueblo otra relación distinta de la convencional que
mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo enloqueció durante catorce
meses con María Alejandrina Cervantes. La versión más corriente, tal vez por
ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a
quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca
pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarle
esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden,
pero ella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos.
—Ya no le des más vueltas, primo
—me dijo—. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin
reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la
habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta que perdiera
el sentido, que aparentara más vergüenza de la que sintiera para que él apagara
la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre para fingir la
virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera
exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no
tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de
Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario llevaba escondida
dentro de la estolidez impuesta por su madre.
«No hice nada de lo que me
dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de que
todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y menos al
pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse conmigo». De modo que
se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos
los miedos aprendidos que le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil —me
dijo—, porque estaba resuelta a morir».
La verdad es que hablaba de su
desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la verdadera,
que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella
se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre
desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. «De pronto,
cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él», me dijo. Los puñetazos
le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un
cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «No
lloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado —me dijo—: lloraba
por él».
Seguía pensando en él mientras su
madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando oyó la gritería
en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre entró a decirle
que ahora podía dormir, pues lo peor había pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en
él sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un examen de la
vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el Hotel del Puerto, a
cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo
estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su propio pensamiento
reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabeza
con el último aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del
hotel. Luego miró otra vez a su madre con el corazón hecho trizas. Pura Vicario
había acabado de beber, se secó los labios con la manga y le sonrió desde el
mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su
nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto
de sus defectos. «Mierda», se dijo.
Estaba tan trastornada, que hizo
todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiró en la cama a llorar
durante tres días.
Nació de nuevo. «Me volví loca
por él —me dijo—, loca de remate». Le bastaba cerrar los ojos para verlo, lo
oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de su cuerpo en
la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto de sosiego, le
escribió la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contaba que
lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él la hubiera
visto. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar,
le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único
propósito parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis meses después
había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la comprobación
de que él las estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su
destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones
recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre,
pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me
revolvían las tripas de sólo verla —me dijo—, pero no podía verla sin acordarme
de él».
Su vida de casada devuelta seguía
siendo tan simple corno la de soltera, siempre bordando a máquina con sus
amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando su
madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta
la madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a
ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más
servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal
durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir —me dijo muerta de
risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo». Al principio
fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva,
billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor,
y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se
inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor
se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le
agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones,
cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la
empleada del correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se
le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era
como escribirle a nadie.
Una madrugada de vientos, por el
año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le
escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor
las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta.
Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de
su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la
empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para
llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal seria
el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era
consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero
siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras
bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que
mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya
necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era
él!» Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella
lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para
soportarlo.
Tenía la camisa empapada de
sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma
correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.
Bayardo San Román dio un paso
adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en
la máquina de coser.
—Bueno —dijo—, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para
quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había
escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de
colores, y todas sin abrir.
[...] GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel.
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