TAREAS 4º A
INSTRUCCIONES.
1.
Los
trabajos se envían cada día (siempre que las condiciones lo permitan).
2.
En
el ASUNTO del correo electrónico pondremos:
Nuestro nombre y apellidos; curso y
la fecha de la que son las tareas.
Por ejemplo: Deli García, 6º A, lunes
32 de marzo de 2202.
3.
Los
ejercicios pueden hacerse en word y enviarse como un adjunto; o, en el
cuaderno, al que se le harán las fotos necesarias y se envían las mencionadas
fotos con las actividades. A VECES, HAY POSIBILIDADES DE EJERCICIOS PARA GRABARSE.
En esos casos, mandamos la grabación.
TAREAS SEMANA DEL 23 AL 27 DE MARZO DE 2020.
ü Lunes, 23 de marzo de 2020. Escucha los cuatro audios propuestos
en el blog. Mira las imágenes y piensa en esas dulces ancianitas.
Capítulo uno.
Capítulo dos.
Capítulo tres.
Capítulo cuatro.
Si quieres, documéntate, quién es Patricia
Highsmith. Su obra Extraños en un tren
puedes descargarla en PDF. Por cierto, fue llevada al cine por Alfred Hitchock.
De este día, NO TIENES QUE ENVIAR
NINGÚN TRABAJO, te
estás preparando para el siguiente. Recuerda: reflexiona y, si quieres, documéntate. Por supuesto, puedes hacer una valoración; o incluso un comentario en el mismo blog, así los leemos todos.
ü Martes, 24 de marzo de 2020. Argumenta
(texto argumentativo con su introducción, cuerpo y conclusión. Incluida su
tesis. Mínimo tres párrafos) qué crees
que harán esas dulces ancianitas, cómo, cuándo, por qué, dónde... Recuerda:
lo que tú crees que harán.
Si alguien prefiere hacerlo en un
audio, se admite. Se
graba y lo envía. Eso no le exime de hacerlo teniendo una introducción, un
cuerpo y una conclusión. Que a nadie se le olvide que hay una tesis por ahí
escondida.
ü Jueves, 26 de marzo de 2020. COMPLEMENTO DIRECTO y COMPLEMENTO
INDIRECTO.
1.¿Cuáles son las tres características de un CD?
2. Y, ¿las del CI?
3.
Identifica el complemento directo e indirecto en el siguiente
texto, incluidos los RCD y RCI (referentes de CD y de CI):
1.
El
viejo pastor puso la banqueta y se sentó en ella. El niño lo observaba con la
boca entreabierta. El pastor enganchó a una cabra por una pata, le agarró las
ubres y las metío en el recipiente y comenzó a ordeñarla. El niño miró al
pastor. Al chico le pareció que el viejo estaba nervioso. La cabra, que estaba
inquieta, coceó la lata y trato de salir corriendo, pero el pasto se lo impidió
fijándole las patas a dos de las varillas. Cuando terminó el ordeño, liberó al
animal y éste huyó en dirección a los chopos, donde se tranquilizó
mordisqueando las puntas de las ramas más bajas.
El ejercicio está tomado de
la página: http://delenguayliteratura.com/Ejercicio_identifica_complemento_directo_e_indirecto.html.
ü Viernes, 27 de marzo de 2020. Día de lectura. HOY LEEMOS EL FINAL DE Crónica de una muerte
anunciada de Gabriel García Márquez.
¡¡¡Cuánto me gustaría que pudiésemos hablar de ese
final!!! Queda pendiente para la vuelta.
Ahora, lo que tenéis que enviarme es un par de
frases que os hayan llamado la atención y explicarme por qué os la han llamado.
Ahí os va el texto... Disfrutadlo.
[...]
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta
diaria, dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a
girar de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos
del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que
habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un
anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir
viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había
asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a
ser un cirujano notable, no pudo explicarse nunca por qué cedió al impulso de
esperar dos horas donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse
a descansar en la casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el
amanecer para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por
impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto
de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen
acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi madre.
Hortensia Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados dos
cuchillos que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación
que cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla más y se echó
desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por
despecho con un teniente de fronteras que la prostituyó entre los caucheros de
Vichada. Aura Villeros, la comadrona que había ayudado a nacer a tres
generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta
el día de su muerte necesitó una sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el
buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a los 86 años,
se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago Nasar contra la
puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conmoción. Plácida
Linero había cerrado esa puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo
de la culpa. «La cerré porque Divina Flor me juró que había visto entrar a mi
hijo —me contó—, y no era cierto». Por el contrario, nunca se perdonó el haber
confundido el augurio magnífico de los árboles con el infausto de los pájaros,
y sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de masticar semillas de
cardamina.
Doce días después del crimen, el instructor del sumario se
encontró con un pueblo en carne viva. En la sórdida oficina de tablas del
Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de caña contra los espejismos
del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que
se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia
importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía el vestido de
paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su
promoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su
nombre.
Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el
sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte años después del
crimen en el Palacio de justicia de Riohacha. No existía clasificación alguna
en los archivos, y más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el
suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general
de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar de leva, y los
volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré
muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas
perdidas, y sólo una casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de
búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el
sumario.
El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente
que era un hombre abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído
a los clásicos españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche,
que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas
marginales, y no sólo por el color de la tinta, parecían escritas con sangre.
Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas
veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su ciencia.
Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas
casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos
una muerte tan anunciada.
Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su
diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el
menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del
agravio. Las amigas de Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el
engaño siguieron contando durante mucho tiempo que ella las había hecho
partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les había revelado
ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no el
santo». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez
instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto
Santiago Nasar, ella le contestó impasible:
—Fue mi autor.
Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de
modo ni de lugar.
Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante
de la parte civil puso su mayor empeño en la debilidad de ese cargo. Era tal la
perplejidad del juez instructor ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar,
que su buena labor parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el
folio 416, de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una
nota marginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz
de la misma tinta de sangre, dibujó un corazón atravesado por una flecha. Para
él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio
comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su
inocencia.
La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no había
tenido un instante de duda, a pesar de que sabía muy bien cuál hubiera sido el
precio de la injuria que le imputaban. Conocía la índole mojigata de su mundo,
y debía saber que la naturaleza simple de los gemelos no era capaz de resistir
al escarnio. Nadie conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago Nasar lo
conocía bastante para saber que debajo de sus ínfulas mundanas estaba tan
subordinado como cualquier otro a sus prejuicios de origen. De manera que su
despreocupación consciente hubiera sido suicida. Además, cuando supo por fin en
el último instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo,
su reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue más bien el
desconcierto de la inocencia.
Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte.
Después de que le prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a nuestra
casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan
desprevenidos que suscitaron ilusiones falsas. «Iban tan contentos —me dijo
Meme Loaiza—, que le di gracias a Dios, porque pensé que el asunto se había
arreglado». No todos querían tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo
Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que su serenidad no era
inocencia sino cinismo. «Creía que su plata lo hacía intocable», me dijo.
Fausta López, su mujer, comentó: «Como todos los turcos». Indalecio Pardo
acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían
dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó,
como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde Armenta le
hizo ver que era cierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para
prevenirlo.
—Ni te moleste —le dijo Pedro Vicario—: de todos modos es
como si ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los
vínculos de Indalecio Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la
persona adecuada para impedir el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza.
Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo
Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto, y no se atrevió a
prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en el hombro a
cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban
abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido
que ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar
que los dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo
vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a
tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. «Nos
miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el
momento en que ellos pasaban, y se espantó con la palidez de Santiago Nasar.
Pero él la tranquilizó.
—¡Imagínese, niña Sara —le dijo sin detenerse—, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su
casa, burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e
invitó a Santiago Nasar a tomar café.
«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero
Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar
con mi hermana. «Me hice bolas —me explicó Celeste Dangond— pues de pronto me
pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer».
Yamil Shaium fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como
conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de géneros y esperó a Santiago
Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que llegaron con Ibrahim
Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el consejero
hereditario de la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con
Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a
causar una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por
si éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una
palmadita en la espalda a Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y
acudió al llamado de Yamil Shaium.
—Hasta el sábado —le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe
a Yamil Shaium y éste le replicó también en árabe, torciéndose de risa. «Era un
juego de palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin
detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y
dobló la esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información
de Yamil Shaium cuando salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago
Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo encontró entre los grupos
que empezaban a dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó
por él le dieron la misma respuesta:
—Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan
poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por él, pues encontró sin
tranca y entreabierta la puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo,
y atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era
demasiado temprano para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de
la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había
aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En el corredor
se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir
los pisos de la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto.
Victoria Guzmán acababa de poner en el fogón el guiso de conejos cuando él
entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato.
«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo.
Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contestó
con un candor fingido que aún no había llegado a dormir..
—Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para
matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
—Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo.
—Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya.
—Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su
propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de
abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba lloviendo —me dijo Cristo
Bedoya—. Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por las
ventanas». Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago
Nasar no había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan
segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella le contestó
que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche, pero no la
había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café,
y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el
reloj: eran las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para convencerse de que
Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio estaba cerrada por
dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de su madre.
Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía
tanta confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida
Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol polvoriento
entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de costado,
con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una
aparición», me dijo Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su
belleza, y luego atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al
baño, y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en
el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a
las espuelas. En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba
las 6.58. «De pronto pensé que había vuelto a salir armado», me dijo Cristo
Bedoya. Pero encontró la Magnum en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca había
disparado un arma —me dijo Cristo Bedoya—, pero resolví coger el revólver para
llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la
camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café
en el momento en que él cerraba la gaveta.
—¡Santo Dios —exclamó ella—, qué susto me has dado!
Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una
bata de alondras doradas y el cabello revuelto, y el encanto se había
desvanecido. Explicó un poco confuso que había entrado a buscar a Santiago
Nasar.
—Se fue a recibir al obispo —dijo Plácida Linero.
—Pasó de largo —dijo él.
—Lo suponía —dijo ella—. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo
Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo. «Espero que Dios me haya perdonado —me
dijo Plácida Linero—, pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que
había entrado a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente
de estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la
verdad.
—Es que no he dormido ni un minuto —le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos —me dijo— ella
siempre se imaginaba que le estaban robando». En la plaza se encontró con el
padre Amador que regresaba a la iglesia con los ornamentos de la misa
frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada
distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo
llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta,
lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los
codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de
segueta. Su actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no
fue la única ni la más visible que intentó en los últimos minutos para que le
impidieran cometer el crimen.
—Cristóbal —gritó—: dile a Santiago Nasar que aquí lo
estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si
yo hubiera sabido disparar un revólver, Santiago Nasar estaría vivo», me dijo.
Pero la sola idea lo impresionó, después de todo lo que había oído decir sobre
la potencia devastadora de una bala blindada.
—Te advierto que está armado con una Magnum capaz de
atravesar un motor —gritó.
Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado
si no llevaba ropa de montar», me dijo. Pero de todos modos había previsto que
lo estuviera cuando tomó la decisión de lavar la honra de la hermana.
—Los muertos no disparan —gritó.
Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan
pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo
envuelto en el periódico. «Si no hubiera sido por eso —me dijo Cristo Bedoya—,
nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál».
Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le
gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque en este pueblo de maricas sólo
un hombre como él podía impedir la tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio
público. La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a
tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les
preguntó a varios conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En
la puerta del Club Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó
lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde Armenta.
—No puede ser —dijo el coronel Aponte—, porque yo los mandé
a dormir.
—Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos —dijo
Cristo Bedoya.
—No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a
dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los viste antes de eso.
—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de
matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió ser que
volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club
Social a confirmar una cita de dominó para esa noche, y cuando volvió a salir
ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó
que Santiago Nasar había resuelto a última hora desayunar en nuestra casa antes
de cambiarse de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del
río, preguntándole a todo el que encontraba si lo habían visto pasar, pero
nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros caminos para nuestra casa.
Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que hiciera algo por su padre que
estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendición fugaz del
obispo. «Yo lo había visto al pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía
cara de muerto». Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado
del enfermo, y prometió volver más tarde para un recurso de urgencia, pero
perdió tres minutos más ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el
dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le pareció que
estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.
Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado
en la cintura. Al doblar la última esquina reconoció de espaldas a mi madre que
llevaba casi a rastras al hijo menor.
—Luisa Santiaga —le gritó—: dónde está su ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.
—¡Ay, hijo —contestó—, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar
había entrado en la casa de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la
esquina donde él lo vio por última vez.
«No se me ocurrió que estuviera ahí —me dijo— porque esa
gente no se levantaba nunca antes de medio día». Era una versión corriente que
la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir Miguel, el varón
sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos
aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad es que dejaban la
casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran gentes tempraneras y
laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se habían puesto de
acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena
adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio
la misma concepción utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba
de una cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había
servido de madrina de bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue
para ella una solución providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas
formales ni inquietudes del corazón. La boda varias veces diferida estaba
fijada por fin para la próxima Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos
del buque del obispo, y muy poco después se enteró de que los gemelos Vicario
estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la
única que habló con ella después de la desgracia, le dijo que no recordaba
siquiera quién se lo había dicho. «Sólo sé que a las seis de la mañana todo el
mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que a Santiago
Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a casar a la
fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de
humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su
dormitorio llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que
Santiago Nasar le había mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no
hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las llaves la tela metálica de las
ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba esperando con el cofre de cartas en el
regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo
vio acercarse a través de la red metálica desde antes de que la raspara con las
llaves.
—Entra —le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a
las 6.45 de la mañana.
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda
de Yamil Shaium, y había tanta gente pendiente de él en la plaza, que no era
comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su novia. El juez instructor
buscó siquiera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta
persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el folio 382 del
sumario escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos hace
invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta principal, a la
vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en
la sala, verde de cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que
solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.
—Aquí tienes —le dijo—. ¡Y ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó
de las manos, y sus cartas sin amor se regaron por el suelo. Trató de alcanzar
a Flora Miguel en el dormitorio, pero ella cerró la puerta y puso la aldaba.
Tocó varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante para la hora,
así que toda la familia acudió alarmada. Entre consanguíneos y políticos,
mayores y menores de edad, eran más de catorce. El último que salió fue Nahir
Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que trajo de su
tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era
inmenso y parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de su
autoridad.
—Flora —llamó en su lengua—. Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia
contemplaba absorta a Santiago Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo
las cartas del suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una penitencia», me
dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una
señal con la mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer
momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo», me
dijo. Entonces le preguntó en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo
buscaban para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no
era posible creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que su actitud
no era tanto de miedo como de turbación.
—Tú sabrás si ellos tienen razón, o no —le dijo—. Pero en
todo caso, ahora no te quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu
casa, o sales con mi rifle.
—No entiendo un carajo —dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano.
«Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre
de las manos porque él no sabía dónde dejarlo para abrir la puerta.
—Serán dos contra uno —le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza
como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que
ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino
de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el
puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.
Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a
buscar su escopeta de caza, pero no recordó dónde había escondido los
cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar dio varias
vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era
evidente que se dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto
debió darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
—Ahí viene —dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se
quitó el saco, lo puso en el taburete, y desenvolvió el cuchillo en forma de
alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se
santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y
le gritó a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al
principio se asustó —me dijo Clotilde Armenta—, porque no sabía quién le estaba
gritando, ni de dónde». Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario,
que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar
estaba a menos de 50
metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había
contado a Plácida Linero lo que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una
mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le
preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a
conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el
café. En la sala, donde seguía trapeando los pisos, Divina Flor vio al mismo
tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por las
escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina
Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude
ver bien, pero me pareció un ramo de rosas». De modo que cuando Plácida Linero
le preguntó por él, Divina Flor la tranquilizó.
—Subió al cuarto hace un minuto —le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no
pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que decía cuando alguien se lo mostró
más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a los
hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos.
Desde el lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no
alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la puerta.
«Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa»,
me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando
la tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de
terror en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos
Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar
cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces con los puños, y en
seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté
cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario—, porque me pareció como dos
veces más grande de lo que era».
Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de
Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con el cuchillo recto.
—¡Hijos de puta! —gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego
se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
—¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso
fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el mismo lugar. «Lo
raro es que el cuchillo volvía a salir limpio —declaró Pedro Vicario al
instructor—. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de
sangre». Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre
después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de
darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo
curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre
a alta presión le empapó la camisa. «Olía como él», me dijo. Tres veces herido
de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas
contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera
ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.
«No volvió a gritar —dijo Pedro Vicario al instructor—. Al
contrario: me pareció que se estaba riendo». Entonces ambos siguieron
acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando en el
remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los
gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando
uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos despertaron
de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les parecía
que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo —me dijo Pablo
Vicario—, no te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de
acabar para siempre, Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi
en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía
porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta.
Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre, y los
intestinos completos afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo
mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo extraviado en el
muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta,
hasta que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de
rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin
saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la
ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia.
Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y
por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro.
Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la
puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se
incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación,
sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la
casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no
ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa
contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo
que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta.
«Oímos la gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que
era la fiesta del obispo».
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar
empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho
Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero
Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la
prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno
con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa
les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de
la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía
Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro
lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando
con paso firme el rumbo de su casa.
—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
—Que me mataron, niña Wene —dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de
inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó
en las tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba
abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.
FIN
DÍA DEL TEATRO
El Día 27 de marzo es el Día del Teatro, si podéis,
aprovechad con la familia para ver alguna representación teatral. Por ejemplo, La edad de la ira, versión teatral. Aquí tenéis el enlace de
youtube: https://ljc.lajovencompania.com/r/Xoy/m/49829.
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